3/9/13

Los gestos del Distritofónico, 2013



Un festival que por sí mismo podría considerarse un gesto, en nuestra ciudad de “todo a mil”, de emisoras vociferantes, de pitos recalcitrantes y de motores desenfrenados, llegó este año a su tercera edición robustecido, generoso como pocos. Cinco días de conciertos, dos lanzamientos de discos, invitados excepcionales, diversos conversatorios y talleres: una programación que tal vez supera lo que incluso soñaron hace ocho años los amigos que se juntaron para crear el colectivo La Distritofónica, y lo que esperábamos quienes quedamos satisfechos con lo que nos ofreció la versión del 2012. A continuación un balance de lo que escuchamos y vimos en el Orejón.
Día uno, noche dos

Desde el primer día, el Festival fue pródigo a su vez en gestos. La fiesta comenzó con concierto de improvisación en un auditorio de Los Andes, donde conocimos a un estudioso de la trompeta, en verdad, de no creer, que tocó con Ricardo Arias (investigador de sonoridades con globos, cauchos, agua, resortes, cepillos) y Ricardo Gallo, uno de los miembros del Colectivo. Para hablar de este trompetista resulta muy atinada la observación de Gabriel Kerpel, otro de los invitados al Festival, quien luego de verlo en solitario la segunda noche dijo que asistir a un festival con Peter Evans era asistir a un festival no internacional, sino intergaláctico. Y no exageró. La noche que tocó solo en Matik-Matik nos deleitó con una improvisación frenética, que hablaba de una vida entera dedicada a la exploración de las posibilidades de sus trompetas. En varios momentos, hizo sonar a través de ellas solamente el viento, transportado del metal al micrófono; a una le quitó las válvulas y se las volvió a poner, atento, como en cada acción puntual de sus impulsos concentrados, al resultado que viajaba hasta su oído; rozó el metal con el micrófono, del que se alejó y al que se acercó con movimientos muy variados de su cuerpo, que en más de un instante despertaban confusión, pues los sonidos que creaba parecían electrónicos, aunque la única fuente de sonido era él, solo, con su trompeta; sus pulmones, su saliva y un micrófono. A una de sus trompetas la besó: hizo sonar para nosotros picos ardientes y besos apasionados amplificados; ¡tocó durante unos cuatro minutos con una circulación continua del aire!… Su éxtasis fue tal, que comenzó a sudar a los pocos minutos de haber iniciado el concierto, que duró casi una hora. Él, con la apariencia de un oficinista gringo, vestido con su camisa impecable, a más de 2.000 metros de altura, poseído por sus trompetas. Un hombre para quien si todo en la vida es superficial, ¿por qué querer que también la creación lo sea? Un hombre para quien, en sus palabras, “lo menos importante es el instrumento” (y uno no alcanza a entender lo que quiere decir, si es que lo ha visto tocar), y para quien, nada más parecido a la realidad que el caos aparente de la improvisación: “nunca tenemos el control”. Luego de descubrir, entonces, que las posibilidades de un solo instrumento para llevar a un músico al delirio son inagotables, su presencia inspira un hondo sentimiento de gratitud, no solo con él mismo, por su increíble arrojo, sino aun más con quienes hicieron posible verlo en vivo en la ciudad de uno.

En cuanto a los otros invitados de aquella segunda noche del Festival, Gaby Kerpel y Eblis Álvarez, muchos aplaudieron complacidos al ver a un argentino vieja guardia experimentar con el video, hacer pequeños samplers para reproducirlos acto seguido, o elogiar la cumbia colombiana (la escasa que llega hasta Buenos Aires). Cuestión de gustos; a mí sus letras me hicieron añorar a Meridan Brothers. Mis aplausos fueron más bien para la guitarra de Eblis, siempre inquieta, que en una pieza le cedió el puesto al clarinete y le dejó al bogotano el pulmón exhausto, pero satisfecho. Kerpel, protagonista del escenario, señaló que estos festivales servían para poner a prueba los experimentos a los que se aventuraban los músicos; sin embargo, a algo bien distinto nos tienen acostumbrados los músicos independientes en Bogotá (y los invitados que hemos visto gracias a iniciativas como las de este Festival). En otras palabras, su puesta en escena era una evidencia de que el rol de un computador en la creación y en la improvisación es bastante más complejo de lo que pueda imaginar un incauto sorprendido; implica una curiosidad inagotable, una vocación estudiosa.

Noche uno

Volviendo al primer día del Festival, que en la noche tuvo sede en un Matik-Matik vestido para la ocasión, el lanzamiento de un nuevo disco del catálogo de La Distritofónica (y la Fundación Silencio) resultó ser otro de los gestos fascinantes del evento. Fue estimulante ver a través de Cinco, el segundo disco monográfico de Damián Ponce (baterista de Meridian Brothers), que en nuestra ciudad es posible publicar un disco de música de cámara y presentarlo en un bar para un público no erudito capaz de disfrutarlo, con la rotación de doce músicos en la interpretación. El compositor presentó el concierto dedicándolo a los campesinos que arrancaban esa noche su jornada de protesta. “Somos afortunados de poder estar aquí esta noche”, dijo Ponce y así, de algún modo, hacía al público pensar en la resistencia que implicaba estar allí, en el mismo país de ancestrales reclamos justificados, disfrutando del privilegio de aquellas “músicas de bajos decibeles”. Nos recordó esa noche que “En surcos de dolores”, las voces y los acordes deben germinar; que al Distrito Capital se le puede dedicar un cuarteto para cuerdas y dos guitarras eléctricas, y que en “Días de papel”, “Dios es inalámbrico”. 

Sin embargo, en contraste con el brillo de esa noche, alguien que sabía en qué morrales estaban un computador y dos cámaras profesionales (de RadioPachone) optó por aprovechar el concierto para robar. Fue, a mi modo de ver, también un gesto, ya no de la celebración del deleite sonoro, sino de las dificultades que se avecinaban y sin las cuales, a la postre, ningún proyecto es capaz de echar sólidas raíces. 

Noche tres, simple

La tercera noche del Festival, éste tuvo que involucrarse en la protesta, o, más bien, chocarse con ella. El concierto de ese día, la joya de la corona, tuvo que cancelarse porque los disturbios en la Nacional llevaron a que las directivas cerraran la Universidad, ése y también los días siguientes. El invitado era Marc Ribot (con su proyecto Ceramic Dog), una estrella de pasmosa trayectoria que se devolvió sin haber conocido el León de Greiff. Con los costos que implicaba el concierto, con la expectativa (logística y emocional) que suponía tan singular evento, al comienzo circuló una gran desazón en las redes sociales. Se habló incluso de que era posible que el concierto simplemente no se hiciera. Pero caída la tarde, una nueva notificación nos convocó a través de Internet: el otro grupo que estaba programado, Ricardo Gallo Cuarteto, haría su concierto en Matik-Matik.

Esa noche había una atmósfera inédita en Matik: nadie reía en las conversaciones que ayudaban a atenuar la espera de los espectadores, que llegaban lentamente, y cuando a eso de las once el público paró de crecer, los músicos subieron serios al escenario. Muy serios, casi con un dejo de tristeza en su expresión. Aun así, todos sabíamos que estábamos reunidos allí en torno a una misma celebración: la de la música. La de la música libre. Por eso, al abrir el concierto Ricardo Gallo quiso recoger dos expresiones de sus colegas para invitar a que la fiesta continuara. Una, de Jorge Sepúlveda: “a mí lo que me gusta es tocar”. Y otra, de Alejandro Forero: “esto lo hacemos es para divertirnos”. Palabras que lo dijeron todo; todo aquello de lo que hablaba nuestro encuentro allí, en la casa de La Distritofónica, con nuestra sonrisa envalentonada. Lo que vino después, por supuesto: la catarsis. Un concierto entrañable, impetuoso y emotivo, capaz de renovar los ánimos y de confirmar que la existencia de este Festival, sí que vale las penas.



Noche cuatro, doble

La cuarta noche, que tenía prevista la presentación de Curupira y de Sho Trío* (en el Teatro La Quinta Porra), acogió también la solución al concierto de Ribot, que se hizo en la Gilberto Alzate. Por un lado, tener a Curupira en este Festival bien podría ser el gran gesto del evento, pues entre quienes han seguido el desarrollo de una nueva generación de la música independiente en Bogotá, después de los noventa, nadie estaría en desacuerdo con que Curupira ha sido una semilla, una fuente esencial de inspiración, en más de un sentido. Esa noche, en efecto, ese gusto de sus músicos por rotarse en los instrumentos, por divertirse en el escenario, por reinventarse las tradiciones que viajan hasta la ciudad, hablaba de las músicas creativas en Colombia como un delicioso motivo de festejo. 

Por otra parte, en cuanto al gran Ribot (y su gran proyecto) no sería una exageración decir que nos dejó boquiabiertos a quienes solo habíamos disfrutado de su virtuosismo a través de internet. Durante el concierto, de nuevo surgía una inminente sensación de gratitud con las personas que habían hecho posible ver, escuchar, saborear esta música en la ciudad de uno. Y también de gratitud con los músicos, una vez más, por su genialidad hecha a la medida del placer de uno. Ribot, con unos sutiles rasguños a su guitarra comenzó su toque diciendo, susurrando, “I just want to say… I just want to say…” Y luego leyó de un papel que había puesto en el suelo, con un digno acento gringo: “Lamento que se canceló el concierto de anoche, pero estamos felices de ver la resistencia de los colombianos” y el aplauso estalló. Los gestos del Distritofónico seguían manifestándose por doquier: todos celebrábamos que fuera posible el encuentro con músicas liberadas de vendas mediáticas, arrojadas a una imaginación fértil y al placer sonoro, capaces de trascender toda ficción de fronteras.

Noche cinco, triple

Y así llegó la quinta noche, en la que asistimos a triple concierto. Primero: lanzamiento del primer disco de Mula (del que preparamos reseña en el Orejón), un concierto que tuvo varias circunstancias emotivas. Por un lado, los invitados para los dos temas que se grabaron con líricas, Andrés Gualdrón y Edson Velandia, no solo aportaron su voz y sus letras singulares, sino también su carisma y camaradería. La calidad del sonido permitió que los detalles (presentes en el disco) se notaran, y que los músicos pudieran tocar con el desparpajo y el ímpetu que le corresponde al rock. Santiago Botero, líder de la banda, cerró el concierto repitiendo la invitación a aportar en la alcancía de apoyo a Radio Pachone, pues gracias a sus equipos era posible que música como la suya circulara para todos nosotros. Destacaría además, en sintonía con la abundancia de gestos en el Festival, que esa noche los mayores de cincuenta que había entre el público, incluida la abuelita de Santiago Botero, se quedaron a ambos conciertos sin taparse los oídos, a pesar del marcado tinte ruidoso de la velada. El segundo concierto fue el de Metá-Metá, un combo de brasileros tan apasionados a la experimentación y a la electrónica, como a la cadencia y el sabor de sus músicas de origen. En cada tema le cantaron a una deidad africana, bailaron y nos hablaron con toda confianza en su portugués natal, hasta que al final medio auditorio terminó también bailando e incluso quienes preferimos ver y escuchar sentados, caímos rendidos al encanto de su cantante, Juçara Marçal.

Para el cierre, en Latino Power estuvo Edson Velandia estrenando sus Sinfonías Municipales 6 y 7 con lo que él llama su Bin Ban, la invitación a grandes músicos alcahuetas (esta vez, once) que no se intimiden al tocar en un espacio estrecho dirigidos por un machete arrebatado. Ya con la Banda Municipal de Piedecuesta y con la Bogotá Big Band (en jazz al parque 2012) había estrenado sus primeras cinco Sinfonías Municipales. Esa noche las repitió (o se las reinventó) antes del estreno, y la número 6 se la dedicó a la papa y a la yuca, tan nombradas en los días del paro que aquella noche continuaba vivo. El proyecto de la Bin Ban hace posible una creación colectiva en vivo, a partir de composiciones cíclicas minimalistas, propuestas por el director-compositor y que toman cuerpo en un juego entre las decisiones que él vaya tomando, inspirado por el instante, y la ejecución misma de los músicos. Durante todo el concierto, pensado para una verdadera rumba, brillaron la fuerza y el gran nivel de la música que emergía en esa tarima apretada, además de la gracia de ese director que más bien era un actor bailando al compás de lo que ponía a hacer a sus músicos, quienes sonreían al mirarlo, concentrados y divertidos, para seguir sus impulsos delirantes. El baile en la sexta sinfonía desembocó en pogo y al terminar el concierto, contagiado con el éxtasis del público, el compositor-director-actor tomó las partituras de cada atril y fue haciendo con ellas bolas que lanzó, ebrio de alegría, al público que le pedía otra, otra, otra. Sus partituras al aire fueron, a mi modo de ver, el gesto definitivo del Festival este año, casi un tributo espontáneo al espíritu de La Distritofónica, a quien este Orejón adeuda un perfil que celebre ya casi su primera década de persistencia.


*El Orejón no asistió a este concierto.

Por: Lucía Hernández

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