Bogotá, 7 de septiembre de 2012. Jazz Al Parque, luego de 17 años de existencia, visita por primera vez una localidad sureña. Lo excepcional del evento confirma que en esta ciudad, el norte y el sur están separados por una distancia casi infranqueable.
Solo al llegar, ya
estoy rodeada de sorpresas. Luego de media hora en un taxi desde el centro de
la ciudad, me recibe la plaza ferial del 20 de julio: un escenario enorme, que
ni siquiera me había imaginado que existiera “al sur”. Al entrar, en lugar de
la consabida plazoleta de comidas que suelen instalar en “el parque del norte”,
hay una serie de puestos cuyos carteles anuncian “comida popular”. Mientras
inicia el concierto, recorro las vitrinas y no entiendo por qué tengo la
impresión de que veo y huelo comida ajena al jazz: pescados fritos, sopas y
caldos, bandejas de almuerzo corriente, tortillas con carne y pollo
desmechados, limonada con panela. Viendo a quienes atienden, caigo en la cuenta
de que la población creciente del sur de la ciudad está conformada por
negritudes: desplazados del Pacífico y del sur del país, bien por la violencia,
bien por el hambre. Y lo cierto es que cocinan delicioso; su ceviche es una
exquisitez. Otros puestos se enmarcan con el anuncio de “Economía popular”, al
lado de grupos de jóvenes que continúan el brake dance de la mañana, fuman un
cigarrillo y toman fotos con sus celulares, en un evento que, no me cabe la
menor duda, no tiene precedentes, ni en toda la ciudad, ni en la localidad de
San Cristóbal.
Al comienzo de la
presentación de la Big Band de Bogotá, el auditorio estaba casi vacío. El
sonido, bien cuidado. Los músicos, impecables. A medida que la noche se
abría paso, las sillas se fueron ocupando y pronto el espacio estuvo lleno.
Atenta al entorno, tuve la impresión de que así como el lenguaje es una
manifestación de la igualdad entre los seres humanos (de lo contrario, quien
habla no sería comprendido por quien escucha), la música también declara
iguales a las personas. Se trataba, sin duda, de música que no es habitual en
el paisaje sonoro del público y, no obstante, jóvenes y viejos disfrutaron. Me
di cuenta de que le prestaron tanta atención como para reaccionar al juego de
los músicos. Por ejemplo, una de las piezas incluyó en cierto momento una
melodía desafinada y destemplada de la pollera colorá, y la gente se alcanzó a
emocionar: parecía que al final llegaría la siempre esperada rumba. Pero, aunque
no fue más que un destello, un guiño del compositor, la gente continuó escuchando con buena disposición .
Los aplausos fueron
parcos, pero así mismo fue la relación de los compositores con el público. He
asistido a muchas versiones de Jazz Al
Parque y esa noche, por primera vez, me parecieron vanidosos los músicos.
Es natural que si llegar a producir esos sonidos les cuesta tantos años de
entrenamiento y de trabajo, ellos sean el centro de atención. Pero, nunca los
había visto hablando sólo de sí
mismos. La verdad es que me sorprendió que nadie en tarima hubiera agradecido
al público por haber ido, cuando, en tantos años de conciertos a los que he
asistido en Bogotá, he visto que para los músicos, la música solo es posible
porque hay quién quiera escuchar y en vez de chiflar o abandonar, aplauda.
Incluso dos días después, cuando se presentaron en el Parque del Country,
recordaron agradecer al público, tal como ocurre cada año. Aquella primera
noche, en San Cristóbal, hubo además otros momentos que me parecieron dicientes
de la novedad del evento.
Juan Andrés Ospina
habló de su proceso de creación quejándose de que se le había dañado su
computador durante esa etapa de composición, y pienso que no se había dado
cuenta de que la mayoría de su auditorio ni siquiera tenía uno. Samuel Torres,
por su parte, le puso a su pieza “Water veil” y luego tradujo el nombre. Aunque
uno está acostumbrado a no cuestionar las decisiones de los artistas sobre su
obra, aquella noche, tal vez por la extrañeza ante el contexto y porque me di
cuenta de que para el compositor fue necesario traducir, me pregunté por qué él
necesitaba nombrarla en inglés. En otro momento del concierto, el maestro
Ricardo Jaramillo (director de la Big Band) usó el micrófono para denunciar que
la banda sinfónica no cuenta con apoyo. Los músicos de la banda aplaudieron y
viendo la reacción perpleja del público, me detuve a pensar en su contexto. Vi
entonces, con claridad, que estaban frente a frente dos universos distintos,
desconocidos el uno para el otro. Por supuesto, no digo que sea indeseable:
¡todo lo contrario!
En realidad, me estoy
quedando en detalles menores. Lo interesante era ver a los jóvenes del público
emocionados con la destreza de los músicos y a los adultos absortos con la
presentación. Mucho más de lo que yo me habría esperado de un espectáculo como
este en aquel lugar. Incluso, bastante más de lo que he visto en el “cultísimo”
público del Country.
Terminada la intervención
de la Big Band, las presentaciones continuarían: bailes folclóricos y cantantes
de rap. Yo fui saliendo, todavía sorprendida, al caer en la cuenta de que
contrario a lo que ocurre en Rock Al
Parque, en el festival de jazz ni siquiera le abren a uno el bolso: no
parten de la sospecha de que uno puede transportar, aun entre sus dedos de los
pies, una amenaza para la vida pública. Curioso, esperar barbarie o civilidad
según la música que se quiera escuchar en vivo, ¿no?
Tengo una última
observación sobre aquel Jazz Al Parque.
La compositora Ana María Romano, exaltando el lugar que tiene el gesto en la
música de Cage (Keich, para más de uno aquella noche), le pide al pianista que
en algún momento de la pieza se levante de su silla y suba la tapa del piano
para cepillarlo, gesto que, por supuesto, produce una sonoridad. Pero en la
presentación que tuvo la Big Band dos días después, en el auditorio del Teatro
Julio Mario Santo Domingo, el gesto no pudo repetirse. Al pianista (un músico
profesional, por supuesto), se le dijo que no le permitirían mover la tapa de
un piano que costaba tantos millones de pesos, ni mucho menos ir a meterle un
cepillo. Él adujo que era un artista, que sabía cómo cuidar un piano, pero al
parecer en una institución tan noble no están dispuestos (¿quiénes?) a exponer
un preciosísimo piano a los experimentos que gente como Cage se inventó. No
obstante, don Julio Mario es un hombre tan culto, tan aficionado a las artes,
que anda organizando su propio festival de piano: lo promueve como un incentivo
para los artistas colombianos. Y yo sigo recordando las palabras de Urián
Sarmiento: “aquí es solo afán de que todo sea conservatorio. Música y músicas
que se excluyen… Todo muy institucional y poco práctico”.
Por: Lucía Hernández
Por: Lucía Hernández
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