En 2012, el azar juntó
dos eventos de especial interés para la música en Bogotá. Uno, la ciudad fue
nombrada Ciudad de la música por la
Unesco, con lo cual hoy forma parte de la Red de ciudades creativas del mundo. Otro, Curupira lanzó dos nuevos discos (Regenera y Compilado 2000-2012), después de ocho años sin publicar –su último
trabajo grabado había sido El fruto (2003)–.
En apariencia, dos hechos aislados. Sin embargo, esta banda bogotana sembró
hace más de diez años una búsqueda que ha sido parte del impulso para la postulación
de la ciudad como un lugar privilegiado de la creación musical. En efecto, la
música independiente da cuenta en Bogotá de una vigorosa actividad de
investigación y de creación que ha contribuido en la expansión de los públicos.
De ello habla la gestión autónoma de proyectos como La Distritofónica, Festina
Lente, Bulla La Tienda y Matik-Matik.
Estos proyectos serían
acaso un sueño cuando comenzó este siglo. Juan Sebastián Monsalve y Urián
Sarmiento regresaban por entonces de un viaje que los había sorprendido en una
situación elemental: no por ser músicos colombianos, sabían muy bien cómo
sonaba su país. Ellos, como jóvenes citadinos de Suramérica, habían crecido con
sonoridades foráneas, sobre todo las del rock y del jazz, influencias
inevitables de la música del siglo XX. Pero esta predominancia (del mercado y a
la vez de la cultura) despierta sospechas cuando, de cara al propio impulso
creador, a ella se suma el incuestionado espíritu clásico en la academia. Un
músico veterano, como el maestro Manuel
Antonio Rodríguez, explica este hecho en los términos básicos de la
realidad laboral: un egresado de un programa en Música descubre muy pronto que
no hay forma de competir con la industria del rock británico o norteamericano,
mientras que, al salir del país, se rasca la cabeza cuando le preguntan cuáles
son los ritmos y los instrumentos tradicionales de su región –por no hablar de
su país–. Un músico más joven, tal vez descreído de una esperanza comercial, expresa
una necesidad de sonar distinto, por cuenta propia, nacida en la experiencia de
desarraigo que supone habitar una ciudad. Pues, así en nuestro contexto la
cumbia y los vallenatos suenen desde siempre en celebraciones familiares y en
emisoras (así como las guabinas y los pasillos en algunos festivales), son
escasos los referentes en la sabiduría popular que nos permitan comprender por
qué esas músicas son parte de nosotros.
De ahí que Urián se
refiera a su propio encuentro con las músicas tradicionales como al hallazgo de
un oasis en el desierto de la academia, pues, eso de que en Bogotá los
estudiantes de Música conozcan charangos, flautas de millo, tamboras, gaitas o
marimbas, y que en la agenda cultural de la ciudad cuenten con conciertos y
talleres de músicos campesinos, es algo más bien reciente. Algo que, sin
habérselo propuesto, sembró Curupira. La historia que se inició con ellos está
contada por ahí, dispersa en las entrevistas que circulan en la red, manifiesta
en los abundantes grupos que han seguido sus pasos, cada uno a su manera, e
incluso en los conciertos que se han ido volviendo habituales en los bares
capitalinos: desde Los gaiteros de San Jacinto y Paíto, hasta Inés Granja o
Gualajo.
Pero, como es natural,
nada surge sin precedentes. Antes de los curupiros, tuvo que aparecer en escena
un pelado de pelo largo y shorts rotos, que no tuviera reparos en juntar
acordeón, gaita, guitarra eléctrica, bajo y batería; que no se avergonzara de
la música que le habían enseñado a oír sus mayores, ni de la que le había
llegado a gustar por cuenta propia. Así, que el vallenato y la música
afronorteamericana pudieran integrarse, en la propuesta de Carlos Vives, les
mostró a los jóvenes de los noventa que la música colombiana no se había
agotado en Garzón y Collazos, ni excluía instrumentos extranjeros, ni se
reducía a las sonoridades andinas (en medio de las cuales Pacho Galán y Lucho
Bermúdez a duras penas lograron abrirse un campo, mientras que a alguien como
Andrés Landero la fama lo acogería en Méjico y no en Colombia). De este impulso,
el de Los clásicos de la provincia, proviene
una nueva generación de música urbana que ha abierto dos senderos para una idea
de país sonoro.
Por un lado, está la homogénea
línea comercial, la del tropipop y la payola,
que puede financiar una costosa visibilidad masiva. Por otro, la línea
independiente, que mantiene activas la investigación, la experimentación y la
autogestión. La convivencia de estas dos corrientes ofrece un rico escenario de
reflexión en torno a la labor de los músicos en un país donde no existe una ley
general de música ni agremiación, y donde la idea masiva de lo popular perpetúa la exclusión del
campo en nuestro imaginario de identidad. Una exclusión que además de
mantenernos en el orfanato urbano de la ignorancia histórica, impide que las
condiciones materiales de los músicos campesinos sean distintas a la pobreza. Dentro
de este contexto, un reconocimiento como el de la Unesco, pasada la
celebración, deja cosas qué pensar.
De manera oficial,
este organismo declara que “De acuerdo con la
misión de la Red de Ciudades Creativas, Bogotá promoverá la música como
herramienta para el progreso socioeconómico y la diversidad cultural.” Por un
lado, resulta curioso –por decir lo menos– esperar que la música se asuma como
un instrumento de la diversidad cultural a partir de un lineamiento
institucional, pues, ¿no es una evidencia universal que música y diversidad
cultural son correlativas? Y, más aun: si la diversidad cultural nos es
constitutiva, ¿qué podría significar que deba ser promovida; se promueven acaso
los hechos? Entretanto, ¿cómo haría Bogotá para usar la música en función del ‘progreso
socioeconómico’ –una expresión de la que sería útil dudar–? Es cierto, la
producción creciente de música en la ciudad daría para generar riquezas que
beneficien incluso a los músicos del campo, que han nutrido a manos llenas la
inspiración tanto de los músicos como de los públicos. Sin embargo, ¿cómo
pensar las estrategias que hagan posible esas riquezas, en una ciudad que crece
más por desplazamiento que por inmigración? Y es que, si miramos hacia atrás en
nuestra historia, en las músicas longevas que mantienen vivo nuestro gusto por
el baile y por las sonoridades agrestes, nos encontramos con los pueblos
indígenas y afrodescendientes, pueblos que hoy son parte de las periferias
urbanas, marcadas por el territorio de los andenes y los extramuros del lejano
sur.
Debido a los
encuentros que Curupira ha hecho posibles durante más de una década, su experiencia
no solo es inspiradora para los apasionados de la música (¿hay en verdad quienes
no lo sean?). También es muestra de que una genuina búsqueda de las raíces está
lejos de ser un disfraz para la inevitable influencia urbana, y, más lejos aún
de pretender reivindicaciones en los formalismos de la institución. Sin duda,
los viajes que durante estos años han emprendido los músicos, ansiosos del
encuentro con los cultores de las tradiciones campesinas, han generado más
recursos y más visibilidad para músicos campesinos que cualquier iniciativa de
Mincultura.
Por: Lucía Hernández
Por: Lucía Hernández
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