El año pasado, el
colectivo Sonidos Enraizados realizó
el primer Encuentro de música de gaita y flautas cabeza de cera. Que hubiera
sido el primero, ya era notable, siendo tradiciones tan longevas estas músicas.
También era diciente, al ver el entusiasmo que se respiraba en el auditorio
Pablo VI de la Javeriana, pensar en que este tipo de eventos no tienen cabida
en los festivales de música de Cartagena, por ejemplo, aun cuando el Maestro Sixto Silgado viva “ahí no más”, en las Islas del Rosario. Tampoco suelen ser
los maestros cultores los artistas invitados a las festividades de los pueblos,
¡y eso que cobrarían bastante menos que los famosos auspiciados por las
emisoras comerciales! En contraste con esa distancia tan marcada que es
frecuente, entre los espacios culturales urbanos y los maestros de las músicas
tradicionales, aquella tarde el auditorio estaba lleno de jóvenes cautivados
con las evocaciones de la vida campesina cerca al mar, de la que tal vez les
habló más la sonrisa continua de Paíto que sus escasas palabras.
Durante la charla
propuesta para el Encuentro, los bogotanos y los cartageneros invitados mantuvieron
una mirada distinta acerca del parecido de familia entre la flauta negra y la
flauta indígena. A los músicos cartageneros (además de Paíto, estaban Freddy
Arrieta y su hermano, ambos también músicos tradicionales y fabricantes de
instrumentos), les parecía que lo suyo
era diferente; que la flauta kuisi, la de los indios, era más “romántica”,
mientras que la de ellos, la gaita, era más arrebatada. Se mantuvieron en que
eran cosas distintas, la flauta de los indios y la de los negros, así a los
mestizos de la sabana bogotana les pareciera que había una innegable
familiaridad, por ejemplo en la cabeza de cera de abejas que tienen ambos tipos
de flauta. Urián Sarmiento, Juan Sebastián Ochoa y Felipe Arévalo –director de El canto del Kuisi– insistían además en
que había muchas conexiones en los estilos de la música de gaita y la kuisi, a
pesar de las diferencias geográficas de donde provienen ambas flautas, y a
pesar de las particularidades en un mismo proceso de colonización. Esta
perspectiva, propia del estudio comparativo de las músicas, constituye lo que Béla
Bartók definió como el objetivo de la disciplina del Folklore musical
comparado, que él inauguraba con sus Escritos
sobre música popular, a principios del siglo XX.
Este autor húngaro,
que dedicó su vida a investigar con rigor metódico el folclor de diversas
regiones europeas, aporta luces a una reflexión sobre la tendencia a mirar las
músicas tradicionales como algo ajeno a un cierto ideal de identidad. No solo
me refiero a que Paíto y sus hijos no encontraran semejanzas entre su flauta y “la
de los indios”. Me refiero también, por ejemplo, a que durante mucho tiempo se
hubieran desdeñado en las élites colombianas las músicas de las costas como parte
de la música nacional. Orgullosos de las cuerdas andinas, antes de Lucho
Bermúdez los cachacos no hablaban de cumbia en sus fiestas, y solo hasta que él
asimiló esta música a los formatos del swing, hubo cabida para ella. Eso sí,
sin acordeones y sin tambores, nada de aullidos indígenas ni de negros
descamisados en los salones de baile. Y lo asombroso es que eso no solo ocurría
en el interior: también ocurría en Barranquilla. Y también ocurre en Popayán. Fenómenos
análogos se dan hoy en todas las ciudades, en relación con los referentes disponibles
en los públicos masivos para comprender las tradiciones que van asentando
nuestra historia musical. Invito al lector a pensar, por ejemplo, en el fenómeno
del tropipop: mientras los medios masivos asocian algo como ‘la nueva música
colombiana’ a cierto pulso de la música caribeña, nombres como Andrés Landero,
Edmundo Arias, Jaime Llano o Máximo Jiménez, por mencionar pocos, suelen ser
desconocidos. Es tan solo un ejemplo.
Pero, no quiero
desviarme. Hablé de Bartók por la utilidad que él advierte en el estudio
comparado de las músicas. Una grandiosa síntesis de su propuesta, en sus
propias palabras: “Debería demostrarse la existencia de antiquísimas relaciones
culturales entre pueblos que hoy se encuentran separados por grandes
distancias. Podrían aclararse problemas históricos de enorme importancia y, en
particular, los relativos a la estabilización de determinados pueblos en
determinados territorios. En fin, podrían describirse las analogías, las afinidades
psíquicas y también los contrastes entre pueblos vecinos. Éste es entonces el
fin último de la investigación sobre cantos populares.” (P. 48).
De acuerdo con esta
idea, es probable que la firmeza de los músicos afrodescendientes para definir
su música como distinta a la de los indígenas, nos hable de unas divisiones
arraigadas, muy hondo, en nuestra historia mestiza. ¿No harán parte esas
divisiones de una cultura tan excluyente como la nuestra? No lo afirmo; hurgo
preguntas para pensar qué pueden decirnos evidencias cotidianas en nuestra
manera de vivir las llamadas músicas populares.
Para terminar, vale la
pena agregar que para Bartók, ese fin último de la investigación conlleva
además el interés de la experiencia estética, propia de todo arte, que puede
proporcionar un mayor placer cuanto más rigurosa sea la investigación. En
nuestro país, la etnomusicología apenas comienza a ser una metodología de
interés, para unos cuantos investigadores. Ha sido un campo explorado, más
bien, por los músicos que han viajado a los pequeños pueblos, donde se atesora
un inagotable universo de músicas campesinas. En la mayoría de los casos, los
músicos que mantienen vivas estas tradiciones y nutren, con ello, las músicas
colombianas urbanas, permanecen en el anonimato. Y he ahí, en nuestro país,
otra utilidad de la investigación inaugurada con Bartók: que los nombres que
hacen la historia sean reconocidos por quienes heredamos sus acordes y
melodías, y que ese reconocimiento pueda incidir en un cambio favorable para
las condiciones de vida los músicos campesinos.
Por: Lucía Hernández
Por: Lucía Hernández
¿Cómo no decir que me encanta? Letras sabrosas que dejan satisfechos a cabeza y corazón.
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